La genealogía en tiempos de globalización

 

La genealogía hispanoamericana en tiempos de globalización

 

Mauricio Meléndez Obando

 

A los antepasados de quienes se dice que solo nacieron,

crecieron, se reprodujeron y murieron

 

Al inicio del nuevo milenio se realizó en Costa Rica la X Reunión Americana de Genealogía y el Primer Congreso de Genealogía de nuestro país. En aquel momento, estimé oportuno compartir algunas de mis inquietudes sobre lo que considero debe ser la genealogía hispanoamericana en nuestros tiempos: en la era de globalización.

La propuesta de lo que pienso debe ser la genealogía hispanoamericana hoy es el resultado de muchos años de reflexión, décadas de investigación en los archivos de Centroamérica y del D.F. en México y la lectura de decenas de trabajos genealógicos e históricos, principalmente.

Por supuesto, la forma en que concibo la genealogía también tiene que ver con mis propios orígenes: diversos racial, social y económicamente, con un fuerte componente de antepasados criollos[1], campesinos, obreros y “orilleros”[2].

También soy el resultado de los cambios sociales que marcaron la historia del país desde mediados del siglo XX y que abrieron nuevos espacios a una clase media pujante (hoy en serio retroceso), que llevó al poder a Laura Chinchilla Miranda, presidenta de Costa Rica 2010-2014.

Gracias a mis orígenes, nunca me he sentido supeditado a las concepciones tradicionales de la genealogía ni a ver a las demás personas según esos criterios... Orígenes que me hicieron voltear la mirada hacia aquellos grupos olvidados y relegados por la mayoría de los genealogistas costarricenses (salvo monseñor Víctor Manuel Sanabria, quien a mediados del siglo XX realizó el primer trabajo genealógico que incluyó las tres raíces básicas de la mayoría de los iberoamericanos: indios, blancos y negros).

Asimismo, la formación universitaria y mi relación con diversas disciplinas por razones de estudio y trabajo (filología, lingüística, sociología, antropología, periodismo, historia y biología) han incidido profundamente en mi visión interdisciplinaria.

En aquella oportunidad, noviembre del 2000, la única vez que he asistido a un congreso genealógico en tierras americanas[3], no tenía grandes expectativas en cuanto a los trabajos que serían expuestos pero sí gran curiosidad de conocer el gremio de genealogistas del resto del continente.

No obstante, algunos de los trabajos resultaron para mí muy interesantes y fueron elaborados con criterios muy serios, aunque otros también dejaban mucho que desear (hasta hubo una conferencia costarricense que más pareció discurso cantinflesco que ponencia académica...).

Muchos fueron publicados en la Revista de la Academia Costarricense de Ciencias Genealógicas Nº38 (noviembre del 2000); por ejemplo, –según mi criterio– destacan “La descendencia desconocida de doña Magdalena de Loyola, hermana de San Ignacio de Loyola (siglos XVI-XX)”, “La casa de Moctezuma. La descendencia primogénita del emperador Moctezuma II en Méjico”, “Don Diego de Vargas Zapata, conquistador, gobernador y pacificador de Nuevo Méjico y su descendencia: los marqueses de la Nava de Bárcinas”, “Criollos en la pampa gringa: un rescate genealógico”, “Nuevos hallazgos en la ascendencia del adelantado de Costa Rica Juan Vázquez de Coronado”, “La familia maracaibera del Libertador” y “Arias Dávila, una familia conversa y sus hechos de sangre”.

Por otra parte, gocé mucho con la pomposidad con que algunos se presentaban o eran presentados: “Don Mauricio, tengo el gusto de presentarle al muy ilustre conde de la floritura y el adorno, doctor don Fulano Perencejo de Tal y de Tal, quien reside en la muy noble ciudad de...”, etc., etc., como si estuviéramos en alguna actividad protocolaria del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto. Incluso, vi a alguno que otro paisano con la intención de hacer genuflexión ante el conde y su séquito...

Pero bueno, la verdad, esos detalles le pusieron la sal y la pimienta a la actividad, que, gracias al trabajo de los organizadores, fue muy concurrida, un éxito en ese sentido.

 

 

Demagogo....

 

Para mí, lo más impactante ocurrió cuando presenté mi ponencia, que como su título lo sugería se trataba de una propuesta de lo que debería ser la genealogía en Hispanoamérica[4]... no en España...

No obstante, luego de la presentación, varios participantes, casi todos españoles, me cayeron encima con epítetos reaccionarios como “demagogo” y “comunista”. Quedé atónito y reaccioné sorprendido ante los ataques virulentos de quienes defendían a ultranza el componente español e hidalgo de los hispanoamericanos, que –según su entender– trataba yo de mancillar, negar u opacar... Nunca comprenderé qué parte de mi ponencia no entendieron, pero la verdad fue divertido y la experiencia enriquecedora en lo humano...

Entre otras cosas, –en mi defensa– fui enfático acerca de a quién iba dirigida mi propuesta y que me traía sin cuidado cómo hacían genealogía en España (donde, además, me consta que la rigurosidad en el tratamiento de las fuentes está mucho más extendida que en las Indias Occidentales...).

Asimismo, algunos nacionales terciaron sobre diferentes temas que había tratado en mi ponencia, como si ellos en sus propios trabajos aplicaran la rigurosidad que aseguraban defender. Bueno, resulta que ahora todos en Costa Rica hacen genealogía de la manera más científica... como si las decenas de artículos (y algunos libros también) plagados de errores y filiaciones inexistentes publicados durante más de 50 años no fueran evidencia suficiente... como si los artículos que todavía publican algunos sin respaldo documental tampoco bastaran... pero eso podría ser tema de otro escrito.

Por cierto, después del cierre de mi participación –cuando los ánimos quedaron caldeados– y ya fuera del auditorio, Jaime Salazar y Acha, abogado y genealogista español, quien había comprendido plenamente mi propuesta, intercedió y aplacó los ánimos de sus coterráneos, a quienes precisamente insistió en que el mensaje no era para ellos... De todas maneras, pensé para mis adentros: “Al que le cae el guante...”

Luego terminé conversando amenamente con algunos de los españoles que me habían atacado... Porque también hay que entender que uno puede atacar las ideas de otro, mas no es necesariamente es un ataque a la persona.

En realidad, el gremio genealógico es variopinto, como es la humanidad misma... no podría ser de otra forma. Para nuestro consuelo, al menos en Costa Rica, cada vez más personas se están interesando por estudiar a los antepasados de quienes se dice que solo nacieron, crecieron, se reprodujeron y murieron (a esos a los que dediqué la ponencia).

Pues bien, ahora los dejo con la propuesta y que la juzgue el lector mismo. Ahora bien, como toda disciplina o actividad que se puede realizar científicamente, siempre encontraremos personas que no tienen interés de profundizar ni hacer trabajos propiamente científicos (aficionados o interesados en el tema)... Aclaro que a ellos no va dirigido este texto... Ni pretendo que toda persona que haga genealogía siga los criterios que propongo (aunque me conformaría con que en toda investigación genealógica se cite expresamente de dónde se ha tomado la información). No obstante, entre ellos he conocido personas mucho más serias y científicas en el tratamiento de las fuentes genealógicas (documentales y orales) que otros que se presentan o pretenden presentarse como genealogistas serios. A continuación, la ponencia:

 

 

Genealogía y globalización

 

En momentos en que la globalización se impone como sistema económico mundial que afecta el comportamiento general de las sociedades hispanoamericanas, la investigación histórico–genealógica de las naciones o grupos sociales que las integran se debe convertir en una prioridad en los estudios académicos del más alto nivel.

Con estas investigaciones se intentará contrarrestar la gran presión mundial a homogeneizar el género humano y la tendencia a eliminar las particularidades que caracterizan cada pueblo, que pretenden convertir el planeta en un gran y único mercado de bienes y servicios[5].

De esta manera, se preservará la memoria histórica de los diferentes fenómenos sociales y se promoverá el conocimiento de las características singulares y diferenciadoras de cada pueblo hispanoamericano en el contexto de ese mundo globalizado que se empieza a perfilar, aunque no de la misma forma ni con la misma intensidad, para las distintas regiones del planeta.

Estos procesos de investigación deberán posibilitar, además, el conocimiento de las identidades culturales presentes en cada país con el fin de promover la aceptación y la tolerancia entre los distintos grupos humanos que los conforman.

Entonces, resulta fundamental el rescate de las historias nunca antes contadas, aquellas que muchos historiadores y genealogistas han preferido callar para alimentar los mitos que sustentan aquellos nacionalismos chovinistas en nuestros países.

Asimismo, deberán permitir a nuestras comunidades nacionales el conocimiento del origen de una parte fundamental de su identidad, aquella que se relaciona precisamente con la sangre que porta y difunde, con el apellido que tiene un significado y una evolución histórico–lingüística particular en cada entorno, que le da un arraigo y una identidad familiar distintiva.

 

 

La genealogía hispanoamericana

 

Tradicionalmente, la genealogía en Hispanoamérica ha presentado un sesgo eurocentrista que se refleja en la gran mayoría de los estudios histórico–genealógicos y no es hasta en los últimos años en que aparecen nuevos enfoques que intentan dar novedosas y desprejuiciadas explicaciones al desarrollo de los pueblos latinoamericanos.

La gran mayoría de los genealogistas tradicionales[6], en su afán de ligarse a lo que todavía algunos llaman “madre patria” (España)[7], han olvidado nuestra otredad, el indio y el negro, puestos en la parte inferior de la pirámide social durante la colonia y aun en periodos posteriores.

Estos mismos genealogistas son los que han relegado el estudio serio y profundo del mestizaje que se dio (y se sigue dando –solo que ahora con más participantes y con otras características–) en Nuestra América porque pretenden ver al continente como una simple extensión o apéndice de España y sus instituciones[8] o porque se prefiere creer en un origen más “democrático”, particularmente en las naciones cuyos miembros muestran hoy un fenotipo caucasoide bastante homogéneo (Chile, Argentina o Costa Rica, son claros ejemplos de ello).

Y cuando hablo de mestizaje me refiero a algo más que al mero proceso biológico de mezcla entre españoles, indios y negros, aludo además al mestizaje cultural en nuestro continente, porque ¿dónde no se mezclaron españoles e indios, o africanos y españoles, o los tres? E incluso aquellos que aseguran no tener mezclas de sangre, ¿pueden afirmar no tener una cultura mestiza?

Porque el fenómeno del mestizaje traspasa el asunto de la sangre, de los genes, y llega a todas las esferas de la actividad humana.

Porque, si somos “españoles” –como algunos piensan–, por qué en España ven a los americanos (y no hablo de los estadounidenses) como extraños, foráneos a quienes hasta llaman despectivamente “sudacas”...

Sobre el mestizaje, Leopoldo Zea (1978:9) afirma: “Nada querrán saber, los portadores de la cultura occidental, de mestizajes, de la asimilación de unos hombres y sus culturas con otros. El mestizaje es solo combinación de lo superior con lo inferior, y por ello mismo, inferior. Mestizar es reducir, contaminar. Por ello, culturas supuestamente inferiores, como las que esta colonización encuentra en Norteamérica, serán simplemente barridas y sus hombres exterminados o acorralados. Y lo que no puede ser barrido, por su volumen y densidad, como en la América, Asia y Africa, será simplemente puesto abajo, en un lugar que imposibilite contaminación o asimilación alguna”.

Sin embargo, pese a las prácticas sociales racistas (y no me refiero a la legislación española) durante toda la colonia y periodos posteriores, los hispanoamericanos encontramos nuestras raíces en tres troncos básicos: el indio, el español y el negro.

Paradójicamente, llevamos la sangre del conquistador y del “conquistado”, del amo y del esclavo, muy a pesar de quienes todavía alardean de pálidos blasones de hidalguía “sin más mérito (…) que el de ser descendientes de esas personas por el hecho natural de la procreación” –como dice Báez Meneses (1969: 603), aunque en otro contexto–.

Y es que, como asegura este mismo autor (1969: 604), “con base a documentos de insospechable veracidad histórica y con la ayuda de rigurosa lógica matemática en arreglo al crecido número de antepasados que cada quien tiene de acuerdo con las leyes de la reproducción, es fácil concluir que al cabo de determinado número de siglos cada individuo tiene por ascendientes a todas las personas que para ese entonces constituían la nación de que se trate: gobernantes y gobernados, nobles y plebeyos, hombre libres y esclavos”.

Por otra parte, cuando los genealogistas tradicionales han tomado en cuenta las raíces indias de los hispanoamericanos, hablan de príncipes y princesas, de reyes y reinas o de, por lo menos, caciques y cacicas. Fabricaron “princesas” indias a la medida de alguna rama vacía de su árbol genealógico[9], hijas de “reyes” con las que pretendían “equilibrar” la desigualdad entre vencedores y vencidos, pues ya que descendientes mestizos del “encuentro de dos mundos” –en realidad de tres–, por lo menos podrían aparecer como progenie de “la crema y nata” de los vencidos…

Asimismo, idealizan las relaciones del conquistador y la india (o la negra esclava), ante quien –según estos idealistas– cayó rendidamente enamorado el hispano. En realidad, durante la conquista (que fue una guerra, en la que estaban en desventaja tecnológica los indios) el embarazar a la mujer del enemigo fue un recurso de dominación –como todavía lo es, recuérdese el caso de Bosnia–.

En este punto tampoco podemos soslayar el origen elitista de la genealogía –de ahí quizá el desprestigio, las miradas recelosas que genera hacia quienes nos dedicamos hoy a esta disciplina y el prejuicio antigenealógico de que habla Sánchez Saus (1992:78…)–. Se crearon –y no hace mucho se creaban– fabulosas genealogías sin sólidas bases documentales fundamentadas en leyendas y mitos de origen, algunas veces con el único fin de congraciarse con los grupos que detentaban el poder y en otras oportunidades para “suavizar” una realidad que podría resultar demasiado dura para algunos de sus descendientes.

De ahí que cualquier genealogía que omita las fuentes de las que se ha tomado la información que presenta, se convierte en una referencia dudosa que debe someterse a la prueba documental. Por supuesto, sin entrar en una discusión acerca de la veracidad de las fuentes, que, obviamente, las más de las veces no las podremos confrontar con otras pruebas ni comprobar la “verdad” que encierran.

Sobra decir que en cualquier trabajo que se pretenda presentar como serio –sobre todo a nivel académico– la consulta de las fuentes primarias y, en su defecto, secundarias, no es opcional, es requisito obligado.

Ahora bien, no es que no podamos descender de los grupos que ocuparon estatus altos en las sociedades prehispánicas, de hecho hay muchos casos seriamente documentados, pero me interesa destacar que tras de esas construcciones, algunas veces ficticias, se refleja la ideología de los genealogistas tradicionales.

Además, el origen elitista de la genealogía se reforzaba precisamente porque muchos de los protogenealogistas hispanoamericanos procedían de una élite social y económica que pretendía, mediante sus estudios, confirmar su extracción oligárquica respecto de otros grupos sociales, que muchas veces se relacionaban con poblaciones indias, afroamericanas o mestizas en general.

Otra de las debilidades de la genealogía tradicional –que la historiadora Jane Franco ya señaló para la historia de la literatura hispanoamericana– es el gusto por los héroes (llámense estos próceres, padres o beneméritos de la patria, personajes relevantes, hitos históricos, pilares de la sociedad, santos, etc.).

No podemos dejar de lado la atracción “natural” de la cultura occidental por el poder y el poderoso y la tendencia a idealizar aquellos personajes que desempeñaron un papel sobresaliente en el desarrollo de un pueblo. Hay una actitud sacralizadora, “deshumanizadora” y, si se quiere, deificadora hacia estas personas, despojándolas de todos los “defectos” que atentan contra la imagen idealizada que se quiere transmitir de ellos.

El ejemplo más visible de esta atracción por el poder y el poderoso lo vemos en la exaltación que muchos de estos genealogistas tradicionales realizan del conquistador –que aniquiló y sometió pueblos “salvajes” –, del encomendero –que tenía a su servicio pueblos de indios completos, que algunas veces al cabo de 30 años diezmó–, del amo hispano –que compraba esclavos africanos para que hicieran los trabajos más pesados– y, en general, del hombre español –que en la manifestación más primitiva del patriarcado acumulaba hembras: indias, negras y blancas, regando su semilla por doquier–.

Asimismo, la atracción de la que hablo se manifiesta en el gusto de muchos –no solo genealogistas– por las historias de las familias reales –principalmente europeas–, de los héroes, de los conquistadores, de los “descubridores”, etc.

Estas concepciones de la genealogía, vigentes en nuestros días, se reflejan claramente en un pensamiento que me externó, en un mensaje electrónico no hace mucho, un miembro de la Academia Costarricense de Ciencias Genealógicas, quien me dijo que no veía la relevancia de publicar amplias genealogías de gentes que únicamente habían nacido, crecido, se habían reproducido y, finalmente, muerto...

Esa forma de pensar, según la cual el objeto de la genealogía (y la historia) debe ser la búsqueda de personajes “relevantes”, luce, a las puertas del nuevo milenio, totalmente desfasada pues hoy la historia social requiere de intentos serios para clarificar todos los espacios oscuros y poco estudiados de estas personas que ayudaron a la producción, que trabajaron, que transmitieron valores a su prole, que contribuyeron a levantar ciudades, que cultivaron la tierra, que amaron y odiaron y que han resultado fundamentales para el desarrollo de los conglomerados sociales en su conjunto y de cada una de nuestras familias en particular; estas personas, entonces, no solo nacieron, crecieron, se reprodujeron y murieron…

Como afirma el argentino Binayán Carmona (1999: 8): “la historia de una clase, aunque sea la de mayor protagonismo histórico, no es una historia genealógica nacional”.

No quiero acabar este apartado sin citar también el uso irresponsable que algunos investigadores sociales hacen de la genealogía, en dos vías principalmente, por una parte, el empleo de genealogías que carecen de la seriedad suficiente para ser utilizadas como fuentes fiables en trabajos académicos y el irrespeto a la autoría de obras genealógicas serias y bien fundamentadas. Por citar solo dos ejemplos recientes, tenemos el caso de Marta Casaus Arzú y su libro Guatemala: linaje y racismo (1992, Flacso) –sobre el cual el genealogista guatemalteco Ramiro Ordóñez realizó una profunda y apabullante crítica en ambos sentidos– y el de Carlos M. Vilas y su artículo “Redes de familia, democracia y modernización política en Centroamérica (1996, Revista de Historia del Instituto de Historia Nicaragua y Centroamérica) –del cual preparo una crítica en lo que corresponde a los pobres y equivocados datos genealógicos que brinda debido a las fuentes secundarias que consultó[10]–.

 

 

El patriarcado

 

Otro elemento que debemos considerar al hablar de la genealogía es que su origen mismo está íntimamente vinculado a la ideología patriarcal –y es reflejo de ella–, en la que participan hombres y mujeres por igual.

Así, el sistema hispano de transmisión del apellido es patrilineal –se lleva el apellido paterno en primer lugar–; asimismo, en la genealogía tradicional se consideran fundadores solamente a los varones, y las mujeres se toman como líneas secundarias o colaterales, incluso aquellas que –madres solteras– representan nuevas ramas de un apellido particular –generalmente, en las genealogías descendentes, estas mujeres son desarrolladas por aparte de los varones que difunden el apellido–.

La conquista y acumulación de mujeres representa otro de los elementos claros del patriarcado –ya mencionado líneas arriba–, pues el hombre es más hombre cuantas más mujeres “haya disfrutado” y cuantos más hijos haya procreado; en cambio, la mujer que haya mantenido relaciones sexuales con más de un hombre, fuera de la ortodoxia del matrimonio, es considerada como “alegre”, “puta”, “mujer de mala vida” o cualquier otro sinónimo de estos términos, incluso por sus propios descendientes, quienes en ocasiones se ríen del comportamiento “liberal” de su antepasada o algunos, más conservadores, se sienten avergonzados por las acciones de la abuela.

Y aunque sé que algunos dirían que lo expresado en este último párrafo pareciera mostrar la ideología vigente en el siglo XIX y no la de nuestros días, mi experiencia cotidiana en los archivos centroamericanos dice lo contrario; indiscutiblemente hay vientos de cambio en ese sentido, pero aquí nos llegan apenas las brisas…

De este sistema deriva, como dice Tatiana Lobo (1996:164), la ansiosa búsqueda de un páter familia fundador de la estirpe que se remonte a una raza inmemorial, actitud más cercana del terreno psicológico que de la investigación histórico-genealógica.

No obstante lo dicho, la genealogía patriarcal que hemos heredado resulta fundamental para los estudios de carácter social en su sentido más amplio, pues posibilita la comprensión de las estructuras ideológicas que han sido sostén del orden socioeconómico de los pueblos hispanoamericanos hasta nuestros días.

Y gracias a la documentación producida por el sistema patriarcal, podemos hoy desentrañar –o por lo menos intentarlo– los entramados familiares establecidos según los patrones ideológicos de ese sistema.

Pero en los tiempos que corren, cuando la revolución genética marcará el siglo XXI junto con la innovación informática (Morera y Meléndez, 2000: 42), la genealogía debe adoptar nuevos enfoques que garanticen el abordaje de la historia familiar desde perspectivas interdisciplinarias y desprejuiciadas.

 

 

La genética

 

Aunque el interés de biólogos, genetistas y epidemiólogos por la genealogía es extremadamente reciente, los avances espectaculares de la biología molecular evidencian la importancia capital de la genealogía para resolver ciertos problemas de estas disciplinas y la relevancia de los estudios interdisciplinarios, que hoy no representan un lujo sino una necesidad (Cheventré y Bellis, 1992: 93).

Por ejemplo, para Hispanoamérica, destaca la amplia contribución de la genealogía costarricense en diversos estudios genéticos como los de Bernal Morera sobre ADN mitocondrial –para su tesis doctoral en la Universidad Pompeu Fabra, Barcelona–, cuyos resultados más recientes comprueban las suposiciones de historiadores y genealogistas acerca de la etnia de las compañeras de muchos de los conquistadores que arribaron a Costa Rica (Morera et al. 2000), o como los trabajos del mismo Morera y Ramiro Barrantes sobre el mestizaje en Costa Rica mediante modernas técnicas para los estudios genéticos (1995). Estos dos casos particulares demuestran, además, los alcances recíprocos de las ciencias biológicas y la genealogía.

Asimismo, estudios pioneros como los de Pedro León Azofeifa, Mary-Claire King, Jetty Raventós y Eric Lynch sobre la sordera de los Monge de Taras de Cartago, en Costa Rica, o los más recientes sobre la enfermedad bipolar (o maniaco depresiva), en los que trabaja la costarricense Mitzi Spesny y otros científicos nacionales y extranjeros, han requerido de la participación activa de genealogistas[11]. Además, están en proceso otras pesquisas sobre la migraña (o jaqueca), la miloidosis familiar dominante (enfermedad degenerativa que se inicia antes de los 30 años y causa daño generalizado y muerte), la esquizofrenia (enfermedad mental que puede conducir a una demencia incurable, en los casos graves), la enfermedad de Charcot Marie Tooth (causa debilidad progresiva de los músculos de los pies, muslos y antebrazos, entre otros males) y la de Gilles de Tourette (cuyas manifestaciones se conocen como tics nerviosos), en las que, por supuesto, la genealogía desempeña también un papel destacado (Meléndez Obando, 1999b: 34).

 

 

La genealogía hispanoamericana hoy

 

Juaristi asegura que “nadie está exento de una preocupación más o menos oscura e inconfesa (o más o menos explícita) por sus propios orígenes o los de la comunidad a la que pertenece pero hay que reconocer que ya no es este un asunto de actualidad y que quienes seguimos ocupándonos del mismo corremos el riesgo de terminar en los márgenes del sistema de saberes (o de ignorancias) que imperará en el siglo XXI” (2000: 10).

Por eso para tratar de evitar caer en los márgenes de ese sistema de saberes (o ignorancias) de que habla Juaristi, los genealogistas hispanoamericanos debemos intentar que la disciplina de la cual somos apasionados trabajadores se inserte aún más sistemáticamente en otros campos del conocimiento y de la cultura como la demografía histórica, la historia política, la historia social, la prosopografía –o biografía colectiva–, la historia de las mentalidades, la biología, la genética, la epidemiología, la antropología, la sociología, el derecho, la literatura, etc.

Ahora bien, esa inserción deberá ir acompañada de una desarticulación de las estructuras ideológicas que la han tenido encadenada al hispanocentrismo, al racismo[12] y al “hidalguismo”, para que podamos aceptar que somos el resultado, querámoslo o no, del “encuentro” (desencuentro sería el término más apropiado) entre el hombre europeo y el americano, y luego el africano, quienes representan las gruesas raíces de nuestro robusto árbol genealógico y de nuestra cultura.

La vida de nuestros abuelos indios, españoles, negros, mestizos –en su sentido más amplio–, pobres y sencillos, tienen mucho más que ofrecernos que porcentajes, pese a que sus vidas llegan a nosotros desteñidas por la perspectiva del poderoso –del Estado español y sus representantes–.

Es nuestro trabajo, pues, rescatar esas piezas del rompecabezas incompleto y, si se quiere, azaroso que es la historia de nuestros pueblos.

Por otra parte, así como la genealogía ha estado dedicada durante siglos a las familias hidalgas, conquistadoras, encomenderas…, hoy se debe hacer un esfuerzo mayor en la América hispana para conocer a las familias de los esclavos negros y mulatos, de sus descendientes libres, de los indios, de los mestizos, de los españoles pobres y de todas las personas que, convertidos en estadísticas o agrupados anónimamente en clases sociales, han pasado inadvertidos en los textos de historia y genealogía.

Asimismo, los estudios sobre las elites –como cualquier otro– se deben hacer con un profundo sentido crítico y una consulta estricta a las fuentes de que disponemos; también muchos de los ya elaborados se deberán revisar con parámetros más serios y reflexivos, denunciando las prácticas abusivas que puedan tener en el uso de las fuentes histórico–genealógicas.

Se deberá procurar una visión crítica de los diferentes grupos que integran las sociedades latinoamericanas desde sus raíces más profundas en las familias coloniales hasta el presente, su conformación interétnica y su herencia multicultural, para lograr, o por lo menos intentarlo, una visión de conjunto más aproximada a la realidad.

Para alcanzar este objetivo, también habrá que abandonar muchos de los prejuicios del sistema patriarcal que han impedido analizar la realidad familiar desde otras perspectivas más enriquecedoras, que muestran, por ejemplo, el protagonismo de la mujer latinoamericana en el ámbito privado y familiar, caracterizado por su sensibilidad, solidaridad y trabajo incansable por los suyos.

Esperemos, además, que la expansión de la globalización traiga consigo también la del conocimiento para que este lleve a la genealogía por nuevos derroteros.

Finalmente, ojalá que nuestros trabajos genealógicos ayuden a los pueblos latinoamericanos en la asunción y aceptación de su historia –muchas veces violenta y siempre compleja– para que se logre una conciencia identitaria más auténtica dentro de la unidad y diversidad que se manifiesta en cada uno de nuestros países y en todo nuestro continente.

 

 

Bibliografía

 

Para evitar la elaboración de un listado exhaustivo sobre las publicaciones genealógicas periódicas de algunos países hispanoamericanos que he consultado de una u otra manera para esta ponencia, baste decir que se revisaron gran cantidad de artículos publicados en las revistas de la Academia Guatemalteca de Estudios Genealógicos, Heráldicos e Históricos, de la Academia Costarricense de Ciencias Genealógicas, de la Asociación de Genealogía e Historia de Costa Rica, del Centro Nacional de Investigaciones Genealógicas y Antropológicas de Ecuador, del Centro de Estudios Genealógicos de Buenos Aires, del Centro de Estudios Genealógicos de Córdoba (Argentina), del Instituto de Estudios Genealógicos del Uruguay, del Instituto Peruano de Investigaciones Genealógicas, del Instituto Venezolano de Genealogía, de la Revista Conservadora del Pensamiento Centroamericano (de Nicaragua) y de Hidalguía (de España).

He destacado aquí, eso sí, los que particularmente me fueron de mayor utilidad para este trabajo.

 

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Notas

[1] Las raíces extranjeras más antiguas de mi familia se remontan casi 250 años atrás.

[2] Término que dice mi padre se usaba para las personas que vivían “a las orillas” de la capital (barrios como Paso Ancho, San Sebastián, etc.).

[3] En diciembre de 1997 estuve en la I Conferencia Hispana de Historia Familiar. Provo, Utah, EE.UU., como maestro invitado, gracias al grupo mormón Legado Latino. Asimismo, había participado en congresos de historia (1998 y 1999) y lexicografía (julio del 2000).

[4] Incluso, uno podría hablar de Iberoamérica.

[5] A la fecha (2006), se ha visto que, curiosamente, la globalización, pese a esa tendencia estandarizadora, hizo surgir también corrientes en defensa de las particularidades de los pueblos y su preservación.

[6] En este trabajo se entiende por genealogista tradicional aquel que se ha dedicado a investigar exclusivamente a las familias consideradas como “principales”, “hijodalgas”, “aristócratas” y “españolas” que han detentado el máximo poder socioeconómico y político dentro del conglomerado social en que vivieron o viven.

[7] Por cierto, la escritora chileno-costarricense Tatiana Lobo hablaba de que debíamos cambiar este término pues, en realidad –y los estudios de ADN lo están demostrando–, la raíz española representaba más el “padre patria”...

[8] Sobre este aspecto, Narciso Binayán Carmona (1999: 9) dice para el caso argentino –pero que podría referirse a cualquier país hispanoamericano–: “No encuentro totalmente feliz -es idea personal en materia opinable- el uso de “época hispánica” ya que subraya en exceso, a mi juicio, el protagonismo español cuando aquí, en América, en un medio extranjero, en otro continente, en tierra conquistada, se creaba una nueva realidad. Cierto es, por supuesto, que esa realidad, en nuestro caso la Argentina criolla, no es más que la vertiente de lo español en esta tierra, pero la presencia mayoritaria del Indio (tanto que aquí podemos ponerlo con mayúscula), durante muchas generaciones, lo diferenció de sus primos del otro lado del Atlántico.”

[9] Por ejemplo, en Costa Rica tenemos el caso de las “princesas” indias Dulcehe de Quepo y Francisca Correque, incluidas en infinidad de árboles genealógicos –algunos hasta publicados en la Revista de nuestra Academia Costarricense de Ciencias Genealógicas y en algunos libros–, sin la más mínima prueba documental, ni tan siquiera indicial. Todavía hoy (2006) estudios históricos y genealógicos siguen repitiendo esta filiación que no resiste la confrontación documental...

[10] Lamentablemente, todavía hoy (2006) no he podido sacar el tiempo para terminar el artículo que mencionaba en 2000.

[11] Eduardo Fournier para el primer caso y este mismo y Ramón Villegas para el segundo

[12] Porque somos herederos de un sistema racista en que nadie quiere ser descendiente de negros esclavos, de indios en encomienda ni de sus mezclas, pero tampoco de madres solteras, sacerdotes ni de gente sencilla.

Incluso, durante la colonia, ni los españoles nacidos en América tuvieron los mismos derechos que los peninsulares -eran vistos, en la Península, como españoles de segunda clase- y esas mismas desigualdades entre los españoles criollos y peninsulares -entre otras razones- representaron uno de los principales gérmenes de los movimientos independentistas americanos.